miércoles, 19 de marzo de 2008

Reflexiones en Torno al Laboratorio Escolar en Ciencias Sociales

Dr. Joan Santacana / Universitat de Barcelona

El artículo analiza la relación entre el concepto de laboratorio y las ciencias sociales. En este sentido, el texto pone en evidencia cómo los laboratorios se han asociado tradicionalmente a las materias tecnológicas o de ciencias físi­cas, químicas y de la naturaleza, olvidando que las ciencias sociales disponen de un bagaje metodológico importante y susceptible de ser trabajado en labo­ratorios. El artículo analiza y comenta las bases didácticas de este tipo de la­boratorios.

Palabras clave: laboratorio, ciencias sociales, geografía, historia, didáctica, metodología científica, trabajo de campo.

El laboratorio, un concepto reservado a algunas materias.
En la tradición escolar y en la académica, el laboratorio es un espacio reservado a las materias denominadas científicas. No en balde, el dic­cionario de la Real Academia de la Lengua dictamina que el laborato­rio es la oficina en donde los químicos hacen sus experimentos y los farmacéuticos las medicinas. Por extensión, es la oficina o taller don­de se hacen trabajos de índole técnica o investigaciones científicas. Por esta razón, cuando en el ámbito educativo tradicional se habla de laboratorio, sin duda alguna nos estamos refiriendo a unas aulas es­peciales que se utilizan para prácticas de física, de química, o de cien­cias naturales. Cómo una concesión especial se concibe la posibilidad que exista un laboratorio de idiomas, ya que en el aprendizaje de las lenguas pueden utilizarse diversos aparatos de reproducción o re­gistro de voz.
Cuando se trata de prácticas en materias tecnológicas, en el len­guaje académico e incluso administrativo, se habla de talleres y sólo es­porádicamente se plantea el uso del término laboratorio.
Por todo ello no ha de resultar extraño y sorprendente que desde el ámbito de las ciencias sociales no se plantee el uso de “laboratorio” ya que este término se reserva, como dice el diccionario a “las materias denominadas científicas». Sin embargo nosotros defendemos que, hoy sigue siendo válido el plantearse la necesidad de los laboratorios de ciencias sociales, es decir, de geografía e historia.
Desde un punto de vista histórico resulta comprensible esta dico­tomía entre materias científicas que tienen necesidad de laboratorio y materias «no científicas» o de humanidades, que no requieren experi­mentar nada ya que el pasado, por definición, no es repetible. En efec­to, no constituye ninguna novedad afirmar que la geografía y la historia como materias escolares se desarrollaron casi paralelamente a la consolidación con los estados nacionales capitalistas del siglo XIX. En aquel contexto, estas materias no se concibieron con una función ex­clusivamente instructiva, sino que, por el contrario, tuvieron una fun­ción ideológica con la finalidad de legitimar el orden social que se estaba imponiendo así como el mercado nacional, compañero de viaje y socio del estado-nación.
De esta forma, la geografía y la historia, puestas al servicio de las distintas ideologías nacionales, se presentan al ciudadano y al estudian­te como realidades cerradas y acabadas; son disciplinas que en este marco tradicional, intentan explicar mucho y demostrar poco (Graves, 1985; Ferro, 1990). En Alsacia, región francesa fronteriza con Alemania que ha tenido el trágico destino de cambiar de estado cuatro veces en­tre 1871 y 1845, cada vez que había un cambio político, el profesor de historia junto con el de lengua eran los únicos docentes susceptibles de ser expulsados de la escuela.
Naturalmente, en este contexto, los instrumentos imprescindibles para la enseñanza de la geografía y de la historia eran muy limitados: las esferas, los orbitales, los mapas, los cuadros históricos con las cro­nologías y poco más. En algunos sistemas educativos europeos se llegó incluso a disponer de plantillas en las cuales se escribían los nombres propios de personas o de lugares que los alumnos tenían obligación de aprender semanalmente.
Frente a esta situación, la enseñanza de las ciencias naturales re­quería muchos elementos: desde los esqueletos, a los cuerpos humanos despiezados en órganos, pasando por los murales con las secciones de insectos, gusanos, peces, ranas, así como los instrumen­tos ópticos para aumentar la realidad (lupas, microscopios), instru­mentos cortantes para diseccionar, formol y productos para conservar, etc. Ni que decir tiene que los herbarios o las colecciones de minerales debían formar parte incuestionable del material docen­te. Todo este material requería un espacio, unas vitrinas, unos arma­rios y unas mesas. Además, la manipulación de los mismos aconsejaba la instalación de grifos con agua.
Tampoco es necesario recordar que la química, tal como la conci­bió la didáctica positivista, sólo podía enseñarse utilizando el laborato­rio; ofreciendo la posibilidad de mezclar productos, de analizarlos, etc., mientras que la física requería a menudo mucho instrumental, desde las lentes para los rudimentos de la óptica hasta los montajes mecánicos o eléctricos.
En resumen, frente a unas disciplinas cuya enseñanza y aprendiza­je se basaba casi exclusivamente en el relato, lectura y memoria se si­tuaban otras que requerían de al experimentación y de las prácticas. El resultado fue que tan sólo las materias científicas se consideraban susceptibles de disponer de laboratorios. Y esta tradición se ha mantenido ininterrumpidamente hasta hoy en nuestros sistemas educativos, salvo algunas notables excepciones.

El laboratorio como instrumento para enseñar los métodos de análisis de las CCSS.
Algunas ciencias sociales, en especial la geografía y la historia disponen de una metodología de análisis no muy alejada de otras disciplinas tales como

la geología, la biología o la botánica. En el fondo, hay que enseñar los instrumentos de trabajo científico que incluyen el trabajo de campo.
Enseñar a historiar consiste, en primer lugar, en enseñar a ela­borar hipótesis sobre unos determinados hechos o planteamientos. La siguiente tarea es la de fundamentar las hipótesis y consiste en buscar pruebas sobre alguna de ellas. La naturaleza de las pruebas o fuentes puede ser muy diversa y va desde objetos materiales, restos arqueológicos, documentos escritos de cualquier tipo, relatos orales, imágenes y un sin fin de indicios o evidencias. Es precisamente la naturaleza diversa de las fuentes lo que hace necesario el uso del la­boratorio didáctico.
Finalmente, una vez reunidas y clasificadas las fuentes es preciso someterlas al análisis crítico, con la finalidad de establecer la veracidad o parcialidad de las mismas. Es evidente que, cuando las fuentes utiliza­das son exclusivamente documentos escritos, la necesidad de laborato­rio es relativa, ya que lo que se necesita es espacio de archivo. Este es el caso de la prensa, cuando se colecciona y se clasifica con la finalidad de proporcionar material para uso didáctico. Como quiera que mucha pren­sa está digitalizada, el espacio de archivo es informático. También cuando las fuentes son gráficas (fotografías, grabados, pinturas, etc.) son útiles visores o sistemas que permitan ampliar las imágenes pero es evidente que ello se resuelve también fácilmente mediante un escáner y ordenadores. Por lo tanto, el primer instrumento del laboratorio de his­toria son ordenadores. Cuando las fuentes son de tipo arqueológico, el problema es más complejo, ya que la clasificación de los restos materia­ les requiere el uso de instrumentos más voluminosos como lupas de au­mento, modelos anatómicos, atlas de restos óseos de fauna, etc. Natu­ralmente en este caso, el laboratorio adquiere un aspecto muy distinto de la concepción clásica del trabajo de archivo.
Por lo que respecta a la geografía, es evidente que hay muchas «geografías» que es muy distinto enseñar los usos de la cartografía y la orientación, a enseñar a interpretar mapas mediante curvas de nivel, fotografía aérea, o bien trabajar aspectos de geografía humana o eco­nómica. También en este caso el ordenador e Internet se transforma en algunos casos en una necesidad para sustituir mapas y atlas. Sin embar­go, trabajar con planos topográficos a escala requiere buenas mesas con superficies grandes mesas para lectura de fotografías aéreas, ma­nejo de escalímetros, etc.
En todo caso para enseñar los métodos de análisis de la geogra­fía es necesario superar el estadio de la simple localización y memo­rización de elementos geográficos y plantear preguntas sobre aspectos tan diversos como los factores de localización industrial, las redes de transporte urbanos o el mapa del tiempo. También estas pre­guntas llevan aparejadas normalmente hipótesis diversas cuya con­firmación o rechazo deberemos hacer mediante el análisis de las diversas variables.

El laboratorio virtual como substituto.
Como instrumento de investigación el ordenador se ha transformado en una de las grandes fuentes de documentación existentes; es evidente que en la red hallamos multitud de elementos que nos permiten investi­gar cosas tan

diversas como el mapa del tiempo, el plano de las ciuda­des, las principales bases estadísticas, ya sea de población o de producción, infinidad de imágenes sobre el mundo, el paisaje, la organi­zación social, la evolución de los precios y todo cuanto afecta a la dis­tribución de bienes y servicios sobre el espacio.
También para el estudio de la historia, hoy ya existen fuentes documentales en la red que van desde archivos completos hasta heme­rotecas. Por todo ello es evidente que el laboratorio de ciencias sociales en un mundo tan cambiante como el nuestro debería ser precisamente la red; a través de ella nuestros alumnos y alumnas deberían acceder a las fuentes de la información. De esta forma el laboratorio virtual se impo­ne como uno de los instrumentos más útiles para la escuela primaria y secundaria.
Deberían ser estos instrumentos, junto con los anteriores, los pila­res materiales de la enseñanza y aprendizaje de las ciencias sociales. En la escuela actual, el libro de texto, como fuente de información es ob­soleto, ya que limita el acceso a la información al presentar una in­formación cerrada y sin grandes posibilidades de ampliarla en si misma; en materias genuinamente propias de las ciencias sociales tales como la geografía, no permite el uso de la información cambiante de forma rá­pida, no incorpora la vida diaria, los acontecimientos recientes y no facilita la interactividad.

Hacia el laboratorio ideal. El estudio del medio y el trabajo de campo.
¿Cuál sería el laboratorio ideal? Es evidente que el laboratorio ideal siempre es la realidad. En este sentido, el análisis del medio proporciona una base más sólida de aprendizaje. Todas las técnicas del trabajo de campo, deberían ser la base de lo que se enseña en la escuela y en los institutos y centros de secundaria. ¿Cómo enseñar a orientarse sin una brújula a campo abierto? ¿Cómo analizar redes de transporte urbano sin poder salir al exterior, medir frecuencias, analizar enlaces, entrevis­tar a usuarios, etc.?
¿Cómo comprender el funcionamiento de una fábrica de carbón sin acudir a un museo de la ciencia o de la técnica o sin visitar algún resto de arqueología industrial? Es evidente que sólo el trabajo de cam­po proporciona las bases para enseñar los métodos de análisis de cual­quier disciplina. Esta es una obviedad que no requeriría más comentario si no fuera por el poco uso que se suele hacer del trabajo de campo en nuestros centros de enseñanza.
Sin embargo, en el supuesto que se opte por utilizar este labo­ratorio inmenso que es la propia vida y el medio en el que nos move­mos, resulta evidente que para procesar esta información sí se requiere la existencia de un determinado laboratorio o espacio espe­cializado. Si no es así, ¿cómo y dónde analizar correctamente foto­grafías aéreas sin un lector? ¿Cómo y dónde verificar visual mente las curvas de nivel de un topográfico sin grandes mesas de trabajo? ¿Cómo y dónde procesar la información recogida en encuestas sin disponer de computadores?¿Cómo y dónde clasificar las muestras de cualquier trabajo de campo, ya sea de elementos arqueológicos o geográficos?
Es evidente que enseñar y aprender los métodos de análisis en ciencias sociales requiere un instrumental propio, un espacio físico adecuado y unas condiciones que permitan procesar los elementos ob­tenidos en el trabajo de campo.
No es fácil que estas disciplinas sean percibidas como instru­mentos útiles para la formación si se les priva de la capacidad y la posibilidad de manipular las “pruebas” o las “fuentes” de su propia investigación.

Bases didácticas del laboratorio de ciencias sociales.
La base de cualquier propuesta didáctica en ciencias sociales es, como afirma Garner (2000, p. 136), inculcar en los estudiantes la compren­sión de las principales formas de pensamiento disciplinario. Se trata de que los estudiantes manejen con cierta profundidad un número razona­ble de casos con la finalidad de descubrir como se investiga la historia o la geografía. Hay que insistir al respecto que enseñar las bases metodo­lógicas de una disciplina no significa pretender que los estudiantes se conviertan en expertos en las mencionadas disciplinas; se trata simple­mente que aprendan a utilizar determinadas formas de pensamiento histórico geográfico para hacer comprensible su mundo. De la misma forma que en la enseñanza de las matemáticas el resolver ecuaciones de segundo grado o manejar integrales no debe significar transformar al estudiante en un pequeño matemático, sino simplemente en familiari­zarle en el pensamiento abstracto con la finalidad de ampliar las bases de su propio pensamiento crítico. Ello es así porque la ausencia de las formas de pensamiento disciplinario o, lo que es lo mismo, de la meto­dología de análisis de la disciplina hace que el aprendizaje carezca de to­da base epistemológica y, por lo tanto, se transforme en un conjunto aislado e inconexo de curiosidades. Por otra parte, sin el aprendizaje de los elementos metodológicos de una disciplina, que son el cemento de unión de los conceptos, éstos se olvidan fácilmente y el proceso de enseñanza aprendizaje se reduce a un mero barniz que se diluye y des­aparece ante la primera lluvia de la calle. Por el contrario, cuando nues­tros jóvenes alumnos y alumnas aprenden las bases metodológicas de la historia, cuando aprenden algunas de las técnicas utilizadas habitual­mente, lo pueden aplicar a otras situaciones del pasado o del presente. Aprender a clasificar la información histórica, aprender a seleccionar in­formación relevante de entre un conjunto de datos superfluos, aprender a formular Hipótesis sobre las causas o las consecuencias de una determina­da situación o hecho son aprendizajes reaplicables. Por el contrario, el aprendizaje de conceptos olvidando el método es, hasta cierto punto, ba­nal, ya que aun en el supuesto que una buena memoria los retenga, el des­conocimiento de los mecanismos internos de estos conceptos los transforma en inútiles para reaplicarlos. Por otra parte, el aprendizaje de conceptos de ciencias sociales sin un trabajo metodológico adecuado hace que los preconceptos erróneos introducidos en la mente de los escolares en las primeras etapas de la vida no se modifican, con lo que el denomina­do «pensamiento científico» jamás se impone sobre los prejuicios sociales.
Si se está de acuerdo con las premisas anteriores, resulta evidente que cualquier estudiante tendrá muchísimas más posibilidades de apren­der a pensar como un historiador si examina a fondo algunos pocos temas concretos que si trata de asimilar centenares de casos superficialmente.

Los hábitos de la mente humana no son fácilmente cambiables y es abso­lutamente imposible que se consiga cambiar la forma de operar del cere­bro mediante el aprendizaje de un listado coherente y ordenado de conceptos, más o menos razonados y que abarcan desde la prehistoria hasta nuestros días. La opción de reducir el periodo histórico de análisis y abordar tan sólo la historia contemporánea o la historia moderna no re­suelve el problema ya que lo que se consigue simplemente es que se trans­fiera a un periodo temporal más corto -dos siglos en vez de dos milenios ­un número similar de conceptos. Esta formulación es, además, mucho más perversa, ya que supone que es posible un aprendizaje sesgado de su base. Es muy ilustrativo, en este sentido, el comentario de Miguel Artola (en Pa­niagua, Piqueras y Prats, 1999, p. 13) al respecto cuando apunta: «Hace quince años quince años conseguí una ayuda para hacer un estudio del si­glo XVIII y del liberalismo y he acabado en Don Pelayo...»
La enseñanza de las ciencias sociales basadas exclusivamente en el abuso de los hechos o los conceptos no sólo es ineficaz para obtener una ba­se sólida, sino que es obsoleta en un mundo como el nuestro, donde lo difícil no es obtener la información sino dotarse de un aparato crítico y metodoló­gico. Como afirma el ya mencionado Howard Garner (2000, p. 145):

ahora ya debería estar claro por qué los enfoques meramente basados en los hechos carecerán de sentido en el en el futuro. Nunca podremos lo­grar una mente disciplinada mediante el simple conocimiento de los he­chos: debemos sumergimos profundamente en los detalles de casos concretos y desarrollar la musculatura disciplinaria mediante esta sumersión. Además, en el futuro, los hechos, las definiciones, las listas y los detalles que necesitemos estarán, literalmente, en la punta de los dedos: bastará con teclear una breve orden en un ordenador de mano, o incluso puede que nos baste con decir en voz alta: ¿Cuál es la capital de Estonia? (…) La pura memorización será anacrónica; sólo será necesaria para enseñar a los estudiantes a manejar la versión informática que en aquel momento pueda haber de la Británica. El arte de enseñar consisti­rá cada vez más en ayudar a los estudiantes a adquirir hábitos y las no­ciones de las principales disciplinas.

Y este futuro al cual alude el autor mencionado ya ha comenzado en la escuela. A partir de estas bases se plantea la utilidad del concepto «laboratorio en ciencias sociales».

GRAVES, N. J.: La enseñanza de la geografia. Madrid. Visor libros, 1985, pp. 49­66; también FERRO, M.: Cómo se cuenta la historia a los niños en el mundo en­tero. México. Fondo de Cultura Económico, 1990.
GARNER, H.: La educación de la mente y el conocimiento de los discipulos. Bar­celona. Piados, 2000, p. 136.
PANIAGUA, J.; PIQUERAS, J. A; PRATS, J.: «Encuentro con Miguel Artola» en Au­la. Historia Social, n. 3, 1999, p. 13.

Joan Santacana. Departamento de Didáctica de las Ciencias Sociales/ Universi­tat de Barcelona/jsantacana@ub.ed

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