martes, 18 de marzo de 2008

Texto 3. ¿QUÉ ES LO QUE REALMENTE IMPORTA EN LA ENSEÑANZA?

Linda Darling-Hammond.
Extracto de: El derecho de aprender. Buenas escuelas para todos. Barcelona: Editorial Ariel, 2001. Capitulo 3. Pp. 145-165.

Por encima de todo, lo que procuro es que los niños se lo pasen bien en la escuela; que disfruten aprendiendo y pensando e investigando por su cuenta, y creciendo para convertirse en gente decente de verdad. Sin em­bargo, probablemente el sistema escolar está en desacuerdo con esto y en­tiende que yo debiera dedicarme a dar clases sobre un sinfín de objetivos. En cualquier caso, también me ocupo de esto, aunque dudo mucho de si los niños guardarán un buen recuerdo de todo ello.

UN PROFESOR DE ESCUELA PRIMARIA

La investigación educativa describe la enseñanza como una actividad compleja caracterizada por la simultaneidad, multidimensionalidad e imprevisibilidad (Jackson, 1968; Lortie, 1975; Clandinin, 1986). En el aula se negocian objetivos contradictorios y múltiples tareas a un ritmo alocado; continuamente se realizan intercambios, y surgen obstáculos u oportunidades imprevistas. Cada hora y cada día los profesores han de hacer malabarismos ante la necesidad de crear un entorno seguro y de apoyo para el aprendizaje, presionado por el rendimiento académi­co, la necesidad de satisfacer la individualidad de cada estudiante y de­mandas grupales, así como por llevar adelante múltiples itinerarios de trabajo, de modo que todos los estudiantes, en momentos distintos de su aprendizaje, puedan avanzar y ninguno se quede rezagado.
Realidades como éstas contradicen la visión burocrática de la ense­ñanza como una tarea dirigida a un número limitado de metas y obje­tivos simples y predeterminados, organizados en un conjunto secuen­cial de actividades y lecciones uniformes para todos los estudiantes de una misma clase o de clases distintas, que les sean planteados, en ge­neral, sin tomar en cuenta a los sujetos como personas particulares.
Estas concepciones diferentes de la enseñanza tienen repercusiones importantes para las políticas educativas y sus efectos. Aquellas que no concuerden adecuadamente con la realidad de la enseñanza y del aprendizaje, sencillamente no tendrán éxito. Aunque los políticos pien­san que los educadores aplican sus directrices, lo que suele suceder, de hecho, es un proceso de redefinición, y en ocasiones hasta de subversión. Las respuestas de los profesores a las políticas dependen del grado en el que éstas permitan flexibilidad o impongan barreras a su capacidad de satisfacer lo que los docentes consideran que son las necesidades de sus alumnos. Lee Shulman (1983) se pregunta: «¿por qué suele ser un pro­blema la relación entre la "enseñanza" y la "política"? Somos propensos a pensar que la enseñanza es una actividad esencialmente clínica, artís­tica e individual. Dado que la instrucción es interactiva, pues las accio­nes de los profesores son dependientes de las respuestas o las dificultades de los alumnos, parece ridículo, en principio, promulgar mandatos que determinen cómo han de realizar su trabajo los profesores» (p. 488).
Si queremos desarrollar políticas educativas sensatas es imperativo comprender cómo los profesores responden a distintos enfoques em­peñados en regular los centros, así como mejorar sustancialmente la formación del profesorado y la gestión de las escuelas. Richard Elmo­re (1979-1980) sugiere que los proyectos políticos en materia de edu­cación debieran partir mucho más del reconocimiento de los contex­tos donde hayan de aplicarse que de las «buenas» intenciones de sus actores, los políticos. Una vez que hayamos comprendido mejor los efectos de la política, podríamos desarrollada de modo más provecho­so y echar mano para ello de procesos de «planificación retrospectiva». Las preguntas acerca de cómo conjugar los controles del currículum de arriba abajo y otras pretensiones de dirigir la educación con las ini­ciativas que surgen en los centros y aulas han sido problemas recu­rrentes en cualquier momento de reforma. También representa uno de los asuntos centrales de nuestro tiempo, toda vez que una nueva ola de reformas basadas en los estándares y el rendimiento recorre todo el escenario actual de la educación.
¿Cómo responden los profesores a distintos tipos de iniciativas po­líticas? ¿Qué es lo que dicen sobre lo que facilita o dificulta su ense­ñanza? En este capítulo, para contestar a estas preguntas, utilizo información que procede de la investigación que Arthur Wise y yo mis­ma realizamos sobre los efectos de las políticas sobre la enseñanza. Los profesores que entrevistamos fueron seleccionados al azar en dos grandes distritos residenciales conocidos desde hace tiempo como escuelas «excelentes», así como en un gran distrito urbano que tenía que hacer frente a una amplia gama de desventajas financieras y educativas.
El estudio se realizó durante los primeros años de los ochenta, cuando los intentos estatales de legislar la práctica educativa estaban en plena efervescencia. Estos tres distritos habían comenzado a poner en práctica planes como la rendición de cuentas, definidos por el Estado y la administración local, y suponían también un currículum aún más prescrito y una evaluación más frecuente de los estudiantes que la que existía con anterioridad. El Programa de Estudios (POS) de uno de los distritos definía lo que los profesores tenían que enseñar en cada materia. En algunos grados y materias permitía ciertos márgenes de flexibilidad por parte del profesorado, pero en otros, prácticamente ninguna. En el segundo distrito se habían diseñado «paquetes curricu­lares» secuenciados y organizados por niveles, principalmente para la educación primaria y de manera más concreta aún para la enseñanza de las matemáticas. En la escuela primaria y en la secundaria obliga­toria, los estudiantes debían trabajar sobre centenares de destrezas es­pecíficas, y «superar satisfactoriamente» las pruebas correspondientes a cada una antes de pasar a la siguiente. El currículum basado en la competencia del tercer distrito (CBC) proporcionaba libretas escolares repletas de temas secuenciados, planes específicos para las lecciones o unidades didácticas y también los exámenes que los profesores habían de aplicar en cada una de las materias.
Al analizar la situación, aprendimos directamente de los profesores muchas cosas sobre el modo en que las políticas, en muchas ocasio­nes, sirven de apoyo a la práctica, pero también que, con mucha más frecuencia, lo que hacen es dificultada. Igualmente aprendimos sobre lo que realmente es importante para el profesorado: el valor de la fle­xibilidad para una enseñanza

adaptada, la importancia de las relacio­nes con los estudiantes para conoced os y motivados como es debido, y la necesidad radical de centrarse en el aprendizaje, más que en la puesta en práctica de normativas. Son éstos los temas que analizo en este capítulo. Muchas otras investigaciones también han destacado la importancia de estas condiciones para la enseñanza (ver, por ejemplo, Johnson, 1990; McNeil, 1986; Lee y Smith, 1994; Newmann y Wehla­ge, 1995). Destacadas y llamar la atención sobre las mismas debiera servir a los políticos para adoptar estrategias que apoyen y orienten pero que no limiten el proceso de enseñanza y aprendizaje.

1. La flexibilidad necesaria

A pesar de un siglo de esfuerzos por racionalizar la enseñanza, los profesores siguen hablando de su trabajo como algo muy difícil e im­predecible; no como una tarea rutinaria y bien pautada. Un profesor de música de secundaria lo decía de esta manera: «Nunca sabes dónde le metes cuando entras en una clase. Supongo que esto es lo que hace de este trabajo algo excitante, porque estás haciendo algo que es incluso un poco peligroso... Nunca sabes lo que la confluencia de tantas per­sonas va a provocar.»[1]
La mayoría de profesores a los que entrevistamos, un 65%, caracterizaba la enseñanza, más como un arte que como una ciencia; querían significar con ello que, aunque hay principios importantes para una buena enseñanza, siempre es necesario hacer uso de la creatividad y el juicio personal.

Enseñar una materia y desarrollar capacidades, al mismo tiempo que tratan con sujetos diferentes y sus respectivas personalidades, es algo que requiere una gran habilidad. Ser capaz de hacer ambas cosas a la vez es, a fin de cuentas, un arte [...] A diferencia de un abogado que esté tratando con un cliente o de un médico que lo haga con un paciente, los pro­fesores realizamos nuestro trabajo con grupos de 30 o 35. Hay que hacer frente, por lo tanto, a problemas múltiples; si no eres capaz de realizar cinco cosas a la vez, mejor sería que abandonaras la clase, porque en ella tienes que tratar con un montón de variables al mismo tiempo.

Muchos estudios han demostrado consistentemente que la flexibilidad, adaptabilidad y creatividad son determinantes muy importantes de la eficacia de los profesores (Schalock, 1979; Darling-Hammond, Wise y Pease, 1983). Sin embargo, las políticas que se empeñan en im. plantar una instrucción a prueba de profesores socavan esas cualidades. La multidimensionalidad de la enseñanza y la vasta gama de diferencias entre los estudiantes son realidades que las regulaciones de la práctica no pueden tener en cuenta. Una y otra vez, los profesores manifiestan que si no pueden conectar con los intereses y necesidades, experiencias y motivaciones de sus estudiantes, no es posible que ocurra una enseñanza efectiva y capaz de implicar a los estudiantes en las tareas y en el aprendizaje: «He de tener en cuenta los intereses de los

estudiantes [y] permanecer en sintonía con lo que están pensando y haciendo. Podría sacar algo a colación y ellos no tendrían ni idea de lo que estoy hablando. Si lo que hago no conecta con su mundo, habré perdido toda la clase».

2. La planificación de la enseñanza

La investigación ha demostrado que los profesores que planifican teniendo en cuenta las capacidades y necesidades de sus estudiantes, y que además son flexibles mientras enseñan, son más eficaces, especialmente en estimular el pensamiento más complejo, que aquellos otros que realizan una planificación programada con todo detalle, centrada en objetivos operativos y en la enseñanza de datos. Los profesores que van a clase con la idea de poner en práctica planes detallados basados en objetivos de ese tipo probablemente serán menos sensibles a las ideas y acciones de los estudiantes (Zahorik, 1970), o no ajustarán sus estrategias de enseñanza a las pistas que les van suministran­do sus estudiantes (Peterson y Clark, 1978). Esto disminuye la canti­dad de razonamiento de alto nivel y el aprendizaje ocasional que va apareciendo en el devenir de una clase (Duchastel y Merril, 1977; Ye­Ion y Schmidt, 1973; Melton, 1978). En pocas palabras, los profesores que siguen con mayor fidelidad esquemas curriculares racionales son los que menos posibilidad tienen de lograr la comprensión.
Debido a que las experiencias previas de los estudiantes y sus mo­tivaciones e intereses son cruciales para el aprendizaje, la planificación de muchos profesores se centra en cómo conectar sus metas con las necesidades de los alumnos y, por consiguiente, no tanto en cómo «dis­pensarles la ración de contenido correspondiente» de acuerdo con un modelo racional. Cuando preguntamos a los profesores qué era lo que tenían en cuenta sobre todo a la hora de planificar su trabajo, el 67 % mencionaba a los estudiantes en primer lugar, y casi todos los demás mencionaron a los estudiantes en el siguiente lugar, justo por detrás de las metas del currículum. También destacaron la importancia que tie­ne el descubrir cuáles pueden ser los puntos de conexión entre los es­tudiantes y la materia que se ha de enseñar:

Pienso en los niños para los que hago la planificación. Pienso sobre qué es lo que en realidad quiero que aprendan de la materia. Procuro po­ner en relación todo lo que intento enseñar, y también pienso en el grupo clase en su conjunto [...] De ese modo planteo mi planificación de forma tal que se acomode a los alumnos para quienes estoy planificando.

Mi principal preocupación es cuáles son las características del grupo que tengo ese año. Creo que nunca he impartido una clase dos veces de la misma manera a lo largo de once años, porque el grupo clase nunca es el mismo.

Aunque, en los distritos más fuertemente regulados, los profesores tenían que seguir, para empezar, el currículum establecido, la mayoría de ellos se centraba inmediatamente en cómo podían alterado para sa­tisfacer las necesidades de sus estudiantes. Una profesora creativa le dio vueltas a la


cabeza sobre este asunto, y diseñó su propia guía cu­nicular con la finalidad de propiciar diversas alternativas a sus estu­diantes:

Hemos elaborado tantos materiales de apoyo como para detener a un caballo. Por ejemplo, en una de las subáreas el material llena ocho li­bretas, cada una de cuatro pulgadas de grosor [...] Les digo a los estu­diantes: «Éstas son las cosas que nos indican aquí. A ver, ¿cuáles de ellas os interesan a vosotros?» Y entonces elegimos. Cada uno elige aquello que le gusta en especial, entonces trabajan sobre ello y se lo cuentan al resto de la clase.

Muchos profesores de nuestro estudio describieron su planificación como una actividad que no sólo comenzaba con los estudiantes sino que volvía continuamente sobre los mismos, y de ese modo podían irse haciendo eco de temas y preocupaciones emergentes:

En primer lugar y sobre todo, tengo en cuenta lo que les pueda interesar a mis alumnos, resultarles familiar, de modo que puedan comparar­lo con las nuevas ideas; parto de lo familiar y voy llevándoles hacia lo nue­vo. Pienso igualmente en sus habilidades y los materiales disponibles. y me pregunto en qué grado serán capaces de utilizarlos adecuadamente. Trato de introducir algo de variedad en una clase, quizá cambiando las ac­tividades dos o tres veces durante el curso de la lección para ayudarles a conectar con sus intereses.

En primer lugar pienso dónde están mis chicos, lo que ya saben, y las capacidades que tienen. ¿Cómo podría presentarles el contenido de modo que les resulte interesante? ¿Cómo aprende mejor este grupo en particular? ¿Es mejor la explicación del profesor, o aprenden más de un montón de preguntas y de la interacción con otros estudiantes? ¿Aprenden más de actividades de clase en las que tienen que participar? ¿Les vendría bien hablar menos y hacer más? Cada grupo es distinto y los estudiantes pue­den variar mucho de una actividad a otra. Pueden trabajar bien de un modo en una actividad de ciencias, pero necesitar un tipo distinto de ex­plicación en otra de ortografía. Así que realmente tienes que conocer a tus niños y saber cómo aprenden.


3. Conectar con los estudiantes

Hubo un tiempo en el que se pensó que si los profesores procura­ban estar atentos a las experiencias, intereses y conocimiento previo de sus estudiantes, eso significaba que tenían un corazón pedagógico blando y desconsideraban los contenidos y métodos científicos. Ahora, sin embargo, una exigencia como esa se sustenta sobre la investigación cognitiva más rigurosa que ha demostrado que el aprendizaje es un proceso de construcción de significados a partir de contenidos nuevos o no familiares que han de relacionarse con las ideas o experiencias disponibles de los estudiantes. Éstos construyen el conocimiento a me­dida que van elaborando mapas cognitivos que les permiten ir organi­zando e interpretando las nuevas ideas. Los profesores que son eficaces ayudan a que sus alumnos construyan esos mapas de modo que esta­blezcan conexiones entre distintos conceptos, entre las


nuevas ideas y sus conocimientos previos (Calfee, 1981; Curtis y Glaser, 1981; Good y Brophy, 1986; Resnik, 1987a).
Los sistemas de evaluación del profesorado de muchos estados, sin embargo, todavía tratan la enseñanza como mera transmisión de in­formación, sin tener en cuenta el pensamiento y las experiencias pre­vias de los estudiantes (Darling-Hammond y Sclan, 1992). En el Siste­ma de Florida para la Evaluación de la Enseñanza (SFEE), por ejem­plo, un programa adoptado en una docena de estados aproximada­mente durante los años 80, se valoraba negativamente actuaciones de los profesores que plantearan preguntas en sus clases referidas a cual­quier cosa que «tenga que ver con su opinión personal o que constituya una respuesta desde su punto de vista». En el manual correspondiente se afirmaba que «tales preguntas pueden tener buenas intenciones y ser incluso necesarias, pero debían anotarse en la columna de ineficaces, dado que no hacen progresar el trabajo de la clase en el terreno acadé­mico» (Departamento de Educación de Florida, 1989, p. 5b).
Como muchos otros instrumentos de evaluación docente, el de Flori­da asume y define como eficaces actividades de enseñanza uniformes, a menudo triviales pero fáciles de medir (tales como «mantener un ritmo pautado en la enseñanza», «gestionar rutinas», y «describir objetivos de conducta»), sin referencia alguna a los contenidos, el currículo, o al aprendizaje del estudiante. Con frecuencia, tales evaluaciones refuerzan una enseñanza pobre, y socavan la perspectiva de una buena educación.
El Profesor del Año 1986 en Florida, que también destacó en un programa de la NASA titulado un Profesor en el Espacio, decía que con ese sistema no habría conseguido pasar una evaluación de su ense­ñanza que la acreditara para recibir un incremento en su salario, pues el director de su centro no sería capaz de hallar en una de sus clases de laboratorio observada las conductas docentes requeridas. El esque­ma de evaluación SFEE, en efecto, exigía puntuar como una práctica incorrecta el hecho de responder a una pregunta con otra nueva; se prohibía, así, un modo de enseñar tan popular como el que utilizó Só­crates y tantos otros buenos profesores. Este tratamiento de la ense­ñanza, que puede observarse en el sistema de Florida y otros semejan­tes, es una buena muestra de instrumentos claramente deficientes para desarrollar estrategias de pensamiento crítico con los estudiantes, y da la espalda a la mayoría de las investigaciones sobre el proceso a través del cual los alumnos construyen el conocimiento.
Estos programas, en tanto que formas de articular la «rendición de cuentas» por parte de los profesores en relación con su enseñanza, re­fuerzan un tipo de prácticas ineficaces, pues no tienen en cuenta la na­turaleza experiencial del aprendizaje y el carácter de la enseñanza, que es también de esa misma naturaleza. Los estudiantes necesitan abordar las ideas de forma que puedan relacionarlas con sus motivaciones y su conocimiento previo, y los profesores, por lo tanto, han de responder a los retos y preguntas que aquéllos les puedan plantear (Brown, 1994). Del mismo modo que el éxito en la composición musical, en el juego del ajedrez, en el diseño arquitectónico, y en otros campos creativos, el de la enseñanza requiere un proceso interactivo: los profesores evalúan la información disponible sobre sus

alumnos y materia, anticipan op­ciones alternativas y van revisando sus planificaciones al prestar aten­ción a lo que realmente va ocurriendo en el aula (Yinger, 1978).
Muchos de los profesores que entrevistamos nos manifestaron que no sólo necesitan tener en cuenta el conocimiento previo y los intere­ses de sus estudiantes a la hora de planificar de qué forma encarar una lección, sino que también han de prestar suma atención al desarrollo de sus conocimientos durante las clases, pues es así como pueden ir ajustando su planificación sobre la marcha: «Puedes hacer todos los planes que quieras -comentaba una profesora-, pero si, por alguna razón, comienzas algo que no funciona, tienes que cambiado al ins­tante, pues has de adaptarte a los niños». Otra profesora describía por qué no seguía, de hecho, las programaciones de clase tan detalladas como la administración de su distrito le exigía:

¿Cómo vas a predecir lo que los niños van a decir, o lo que van a en­tender o preguntarte? Es sencillamente ridículo. Necesitas saber lo que vas a presentarles, y a partir de ahí empezar a trabajar. Muchos días pien­sas que vas a presentar algo, y los niños no están preparados para ello, así que te lo saltas. O puede que verdaderamente lo capten y entonces te en­cuentres con un tiempo extra, y tienes que hacer algo más.

4. Los efectos del currículum prescriptivo

De los profesores también aprendimos que las prescripciones cu­rriculares influían en su trabajo de formas distintas, dependiendo de lo específica que fuera la guía, cuán rígidamente estuviera prescrita, y en qué medida tuviera en cuenta a los estudiantes. Las directrices en cuestión se percibían como menos molestas cuando eran lo suficiente­mente generales como para permitir la posibilidad de que cada cual to­mara sus opciones, o, dicho de otro modo, cuando no estaban absolu­tamente cerradas por parte de la administración. En aquellos casos en que las guías curriculares ofrecían sólo una orientación amplia y ge­neral, con márgenes suficientes para su adaptación por parte de los docentes en razón de los estudiantes, los profesores las percibían en términos más positivos. Esto sucedía con más frecuencia en zonas es­colares más ricas y en las materias menos afectadas por la evaluación estandarizada: es decir, en humanidades, ciencia, y arte con más fre­cuencia que en lectura y matemáticas. Cuando las orientaciones curri­culares son más abiertas y generales, los docentes valoran su contribución porque permiten un marco común y, al mismo tiempo, abren márgenes a la creatividad y flexibilidad en la clase.
Cuando el currículum está muy cerrado, los profesores, como digo, no se sienten cómodos en su mayoría, aunque reaccionan a ese malestar de maneras diferentes. Algunos reducen los requisitos plan­teados por la administración a una suerte de juego consistente en rellenar impresos. Como señalaba una profesora: «Muchas de las me­tas del distrito escolar pueden ser atendidas poniendo algunas pala­bras sobre el papel, mientras que, luego, haces lo que piensas que has de hacer.» Otra decía: «Escribir [los objetivos]


es un trabajo que lle­va tiempo, pero eso es lo que quieren, y si eso les hace felices, pues vamos a dárselo.»
Sólo un número escaso de profesores (por debajo del 10% en nues­tra muestra) eran partidarios de seguir con alto grado de fidelidad las guías, asumiendo con ello menos independencia a la hora de reflexio­nar y planificar la propia práctica. Una profesora se hacía eco de los puntos de vista de Franklin Bobbitt citados en el capítulo 2, cuando ex­plicaba la satisfacción que le provocaba una guía curricular de ese tipo: «[El currículum] se planifica por el sistema educativo. Nos exige hacer ciertas cosas y enseñar determinadas habilidades, y así es fácil, porque sabemos qué es lo que se pide de nosotros.» A lo largo de la entrevista pudimos apreciar que las preocupaciones de esta profesora en torno al currículum se limitaban a cubrir el temario; apenas se re­fería al aprendizaje de los estudiantes. Sin embargo, la mayoría de los profesores declaraba que el sentido de su eficacia quedaría en entredi­cho si las pautas curriculares les dijeran exactamente lo que tienen que hacer cada día en cada clase, y qué tipo de materiales han de utilizar. Cuando a los profesores se les exige que se limiten a seguir los libros de texto, o a enseñar de acuerdo con programas basados en la compe­tencia específica, sienten que las pautas curriculares reducen su capa­cidad para adaptar la enseñanza a sus estudiantes. La mayoría recha­zaba estas limitaciones de una u otra manera:

Fui a una escuela para realizar una entrevista, y allí existía un patrón de enseñanza tan rígido que cada profesor a cargo de una materia tenía que ir cubriendo cada día una página del libro. Si alguien me planteara a mí este tipo de rigideces, me negaría. Cualquiera que haya tenido expe­riencia en la enseñanza sabe que puedes enseñar cierto contenido un día en particular y quizás tener que continuar con lo mismo el día siguiente, así como que algunos temas que había previsto para cinco días, a lo me­jor los acabas en tres. No siempre tienes certezas sobre una clase en par­ticular, y, si tuviera que ceñirme a unos límites tan rígidos, no me queda­ría en la enseñanza y me iría a hacer otra cosa.

Cuando estás enseñando a los niños y éstos tienen ciertas necesidades que no puedes satisfacer, como los materiales específicos que el Condado ha aprobado, como el manual de lectura o lo que sea, te podías salir y usar otros materiales. Pero en la escuela a la que me he trasladado, el director me dijo que no podía usar más que esa serie de libros para lectura. Entonces sentí que no podía satisfacer las necesidades de los niños [...] [Este distrito escolar] solía hacer burla de eso de satisfacer las necesidades de los niños, algo en lo que yo creo firmemente, pero parece que solamente les preocupa la «vuelta a lo básico» y en ocasiones no favorecen la buena enseñanza.

Bueno, justo ahora estamos en un programa llamado CBC. y su empeño está en que todos los profesores se hagan eco de esas pautas. Resulta difícil porque interfiere en tu enseñanza. Tengo que admitir que no siempre lo cumplo. Cuando veo que no casa con las necesidades de una clase particular, lo que hago es cerrar los ojos.

Algunos de los profesores que entrevistamos se mostraban tan convencidos de sus metas en la enseñanza, de la importancia del aprendizaje


y la necesidad de centrarse en los alumnos, que «pasaban por encima del sistema» sin contemplaciones.

De ningún modo enseñaré siguiendo ciegamente los planes de ordenación docente del distrito. Desde mi punto de vista me están pidiendo que enseñe algunas cosas que son ridículas, que no son necesarias en este nivel de la enseñanza como, por ejemplo, los impresos para sacar el carné de conducir o cómo rellenar un currículum para pedir un trabajo en el grado séptimo. [Resulta estúpido] tener que interrumpir tu programa para enseñar esas cosas.

Hace algún tiempo se entendía que los supervisores de área habían de entrar en la clase y ver si los objetivos formaban parte del trabajo cotidiano. Yo no soy partidario de escribidos y colgados de las paredes [los objetivos operativos]. Nadie me ha amonestado todavía por ello, y si lo hacen les diré que los escriban y los cuelguen en las paredes ellos mismos. Tengo cosas más importantes que hacer.

Les dije que no iba a seguir sus metas ni métodos tal como ellos los habían diseñado, porque yo tenía mis propias metas según los alumnos que tenía delante. y les expliqué qué era lo que hacía.

Como puede apreciarse, una parte importante de los profesores a los que se les requiere enseñar bajo sistemas fuertemente regulados terminan viéndose a sí mismos como saboteadores creativos que procuran abrir nuevas vías para introducir proyectos más interesantes, trabajos más creativos, y conexiones más explícitas con las experiencias de sus alumnos, aun cuando hayan de progresar en cierto modo por las rutas predeterminadas y limitadas que marca una determinada guía curricular. Nuestros profesores nos describieron algunas de sus vías de escape con el secreto placer que acompaña a la emoción que provocan las libertades que alguien se permite a escondidas:

Tenemos un libro que te dice que este año tienes que enseñar esto, aquello eso otro y lo de más allá. Así que te dan todo bastante trillado, pero yo dejo que los estudiantes se salgan de esa regla si quieren. Les permito que recorten artículos de prensa sobre los que hablamos de vez en cuando, que se salgan de lo programado y que hagan las preguntas que quieran.

El sistema escolar prescribe muchas cosas. No hay mucha libertad para variar estas guías, pero con frecuencia las he cambiado y asumiría la responsabilidad de haberlo hecho si alguien me preguntara al respecto.

Semejante subversión de un currículum pobremente diseñado con­tribuye a elevar un poco el nivel de enseñanza, aunque no lo suficiente. Con demasiada frecuencia el currículum es tan extenso, y la presión para completar el temario tan severa, que los profesores se sienten in­capaces de trabajar sobre ideas que surjan de los intereses de los estu­diantes, así como de tratar el contenido con la profundidad convenien­te. Su centro de atención se desplaza de la educación de los estudiantes hacia la terminación del temario: «Todo está prescrito por el sistema es­colar. Se supone que no tengo que enseñar nada que no esté prescrito... Todavía no he conseguido imaginarme cómo son capaces de sentarse en un despacho de la administración y limitarse a damos estas unidades prescritas. No sé de dónde se supone que tienes que sacar el tiempo para enseñadas, porque se presume también que has de dar todo lo demás».
En contextos administrativos fuertemente regulados, los profesores albergan temores por el bienestar de los estudiantes, así como por su propio futuro en tanto que profesionales. En nuestro caso, había mu­chos que sentían que su eficacia quedaba dañada cuando se les obliga­ba a usar métodos que habían resultado inapropiados con algunos es­tudiantes, dar contenidos que estaban más allá del alcance de algunos y por debajo de las capacidades de otros, sacrificar las motivaciones in­ternas de los estudiantes y sus intereses por la obsesión de «acabar el temario», o prescindir de oportunidades de enseñanza ligadas a los de­seos ocasionales de aprender ciertas cosas, porque no estaban contem­pladas en la secuencia prefijada de actividades. También criticaron que los currículos cerrados trivializan de manera inevitable las metas de la enseñanza y reducen el aprendizaje a la memorización de destrezas de bajo nivel, y que no contribuyen a estimular ni desafiar las aptitudes de los estudiantes para pensar y hacer cosas. Como dijo una profesora:

No tengo ninguna objeción a la enumeración de metas y objetivos, pero asumir que la gente va a aprender si todos nosotros adoptamos es­tas técnicas en particular me parece de una imbecilidad absoluta […] Si se animara a los estudiantes a pensar por su propia cuenta, a analizar una situación y a considerar diferentes alternativas, estaríamos en una posi­ción mucho más correcta que cuando se parte del supuesto de que «esto es lo único que se debe hacer en esta situación». Por razones operativas, es bueno suponer que siempre se puede indagar otras vías. En relación con los alumnos es más importante cómo lleguen a expresarse, cómo escriban, por ejemplo, que sólo sepan de qué manera usar el gerundio.

Otra profesora nos explicaba que sus esfuerzos para provocar la comprensión de los estudiantes se volvieron cada vez más difíciles a causa de las prescripciones curriculares: «El programa demanda un número X de minutos para esto o aquello, así que no siempre puedes enseñar de manera globalizada. Yo prefiero organizar el currículum en torno a algunos ejes que te permitan integrar como es debido el cono­cimiento. Creo que esto tiene más significado para los niños. Sólo fui capaz de hacerlo un año. Tuve que pedir un permiso especial, pero fue el mejor curso que jamás haya tenido».
De lo que esta profesora nos habla no es de otra cosa que de alguna de las consecuencias no deseadas del afán de prescribir el currículum hasta el mínimo detalle: fragmentación y parcelación del mismo en tor­no a los aprendizajes más fácilmente atomizables, rechazo de las necesi­dades e intereses de los alumnos y falta de tiempo para disponer modelos de instrucción más interesantes desde un punto de vista intelectual. Si los profesores han de solicitar un permiso especial para enseñar de una forma distinta a la establecida por los reformadores, el cambio del cu­rrículum exigirá, con toda seguridad, mucho más que simplemente dar ánimos o invitar a que se acometan innovaciones desde la base.



5. La importancia de las relaciones

Las características propias del trabajo de enseñar hacen de las re­laciones algo importante. Los estudiantes y profesores no se eligen unos a otros; es más, los profesores no llegarán a tener éxito docente a menos que los estudiantes quieran esforzarse en aprender, así como el grupo clase, en su conjunto, esté dispuesto a trabajar de forma pro­vechosa. David Cohen (1996) advierte que la dependencia de los estu­diantes que tienen los profesores para provocar el aprendizaje hace de la enseñanza una tarea intrínsecamente arriesgada. Los riesgos au­mentan, desde luego, en el caso de que los docentes persigan aprendi­zajes más ambiciosos que la mera memorización, en principio más fá­cil de manejar. Y, para gestionar tales riesgos, los profesores necesitan altos niveles de capacidad, así como también estructuras escolares que permitan disponer de más tiempo y establecer unas relaciones más es­trechas y continuadas con los estudiantes, y que faciliten su motiva­ción y participación (Darling-Hammond, 1996).
Tal como observó Lortie (1975, p. 137), para sacar partido de trabajadores inmaduros y forzados, los profesores han de «establecer vínculos que no sólo garanticen la complicidad sino... que generen esfuerzo e interés en el trabajo». Así pues, no es sorprendente que muchos ten­gan bastante claro que lo primero que demanda su quehacer es, pre­cisamente, establecer vínculos interpersonales y lograr un sentido compartido de las metas dentro del grupo. Los investigadores han ad vertido con frecuencia que los profesores, particularmente en la es­cuela primaria, dedican una gran cantidad de energía a crear una comunidad estable dentro del aula (Cusick, 1979; Jackson, 1968; Jane­sick, 1977; Lortie, 1975), una comunidad que se rija por metas de gru­po compartidas y por la fuerza de las relaciones.

Estoy intentando que aprendan ciertas cosas que quiero, pero para ha­cer esto me doy cuenta de que si no consigo una buena relación con los es­tudiantes, de forma que haya confianza entre nosotros y que ellos se sientan cómodos en la clase haciendo preguntas, no les vaya poder enseñar nada.

El primero de mis objetivos es crear una buena relación en el aula, porque creo firmemente que no puedes hacer nada con los estudiantes a no ser que crean en ti, hasta que sientas algo por aquellos con los que es­tás trabajando y te intereses por sus capacidades y sentimientos. Otra meta que quisiera plantearme es la capacidad de pensar. Aunque no re­cuerden dentro de cinco años cuántos miembros hay en la Cámara de Re­presentantes u otros datos que les enseñaré sobre el gobierno, espero que hayan desarrollado algunas destrezas sobre cómo pensar y cómo distin­guir qué es un hecho y qué es una opinión, cómo clasificar por sí mismos, y cómo obtener conclusiones a partir de datos disponibles.

Muchos de nuestros profesores entrevistados se oponían a un cu­riculum prescrito y detallado al máximo, porque entendían que el aprendizaje más potente sucede cuando los estudiantes están dispues­tos, y cuando algo llega a conectar con su experiencia y necesidades. Los profesores veían en la creación de tales conexiones el trabajo fun­damental a la hora de enseñar.

Casi todos (84%) dijeron que entre los atributos más importantes de los buenos profesores se encuentra la ca­pacidad de relacionarse con los estudiantes y motivados, y adaptar la enseñanza a sus necesidades. Conocer bien a los estudiantes es, por consiguiente, algo crucial:

Creo que una de las primeras cosas que tienes que hacer con los niños es llegar a conocerles. Incluso con aquellos con quienes te percatas desde el principio que las cosas no van a ser fáciles, tienes que encontrar algo que puedas valorar y te mueva a apreciarles sinceramente, pues, si no lo haces, no llegarás a ninguna parte.

Las necesidades de cada niño, su conciencia, y sus necesidades son parte de la comprensión del proceso de enseñanza en su conjunto. Ya sea que tengas un niño en primera fila porque tiene un problema visual y tie­nes que mantener con él contacto auditivo, o un chaval allá atrás que no habla inglés, un chaval cuyos padres se están separando, otro por allí que acaba de pelearse con alguien fuera de la clase, u otro que tiene minus­valías físicas, todo depende de la situación […] Hay todo tipo de proble­mas, y por supuesto, cuanto mejor los conoces, en mejor posición te en­cuentras para trabajar con ellos.

Cuando pedimos a los sujetos de nuestra investigación que recor­daran a algún profesor de su época de estudiantes que les hubiera resultado significativo hablaron de profesores que les conocían y que se dirigían a ellos de forma personal, y hacían del aprendizaje una tarea intelectualmente interesante. Muchos recordaban a profesores que fueron memorables en sus vidas porque les habían ayudado a sentirse pero son valiosas. Resaltaban el hecho de que les hubieran enseñado teniendo en cuenta que eran personas:

Una profesora se quedó conmigo a hacerme un examen especial de geometría. Me dijo: «Ya ves, no te está yendo muy bien en esta clase, y puede que te ponga en una sección especial». Me hizo un test especial y por alguna razón obtuve un 100 en aquel test y entonces sentí: «jOh, vaya puedo hacer esto!» Sólo más tarde me di cuenta de que preparó el test para que yo pudiera aprobado. Profesores así, fíjate, me invitaron a aprender. Se sentían responsables ¡de mí!; pensaban que yo tenía algún potencial y lo buscaron. Eran ésos los profesores a los que yo más apreciaba.

Mi profesora de sexto grado tenía la habilidad de hacerse con los niños a los que se consideraba peores en todo el centro, les daba la vuelta y les hacía sentirse bien. De este modo esos niños se volvían gente que participaba en la sociedad, en vez de convertirse en un problema para ella, como todos auguraban. Recuerdo el modo en que aquella mujer se los llevaba aparte y hablaba con ellos en un tono suave. Les invitaba a participar en las cosas. Nunca abusó de ellos. Nunca se rió de ellos. Intentó que descubrieran su propia valía.

Otros recuerdan a profesores que utilizaban estrategias activas de enseñanza y lograban que los estudiantes investigaran descubrieran y aplicaran el conocimiento: una profesora de inglés que pedía a sus alumnos que escribieran artículos del estilo de los autores que estaban estudiando; un profesor de matemáticas que les pedía que aplicaran conceptos a la vida real; un profesor de humanidades que hacía una historia viva mediante la dramatización y el debate. Sin embargo, este énfasis en participar, en el aprendizaje activo y en conectar con los estudiantes, apunta hacia una serie de características de la enseñanza que son precisamente las que menos valoran las políticas ofuscadas en regular un currículum ajeno a los intereses de los estudiantes y que pretende organizar su tiempo y el de los do­centes de una manera tal que se reducen y dificultan los vínculos personales.
Para poder crear relaciones fuertes con un grupo de trabajo fun­cional, los profesores han de minimizar las interrupciones y distrac­ciones provenientes del exterior, incrementar, además, la atención al compromiso y la implicación de los estudiantes, procurando que haya tiempo suficiente precisamente para que esto suceda. Los mo­delos de gestión racional, por el contrario, devalúan estas preocupa­ciones al exigir que los estudiantes vayan pasando de un profesor a otro, al interrumpir la instrucción con programas especiales que les sacan del aula a mitad de clase, o al reclamar un currículum no idó­neo para establecer conexiones entre los contenidos, ni entre éstos y los estudiantes. Sobre todo los profesores de la educación primaria denunciaban aspectos como los que acabo de mencionar: «Cierta­mente el día escolar está muy fragmentado porque los niños van cam­biando y haciendo cosas muy distintas. Si salen para una charla, o para un programa de atención especial en una clase de apoyo o cual­quier otra cosa, el día se rompe de manera terrible. Así se hace muy difícil enseñar a todo el grupo.»
Hacían hincapié de forma explícita en la importancia de crear una comunidad escolar de aprendizaje con metas e intereses compartidos.

¿Has oído alguna vez la expresión de «cierra la puerta y enseña»? Los profesores siempre hablan de esto con una mirada distante en sus ojos. Si fueras capaz de hacerlo, no habría muchas cosas que te pudieran afectar negativamente. Sólo cuando no lo consigues, todo empieza a ir cuesta abajo, y cada vez se va acelerando más. Tienes que enclaustrarte allí mis­mo con tus estudiantes, y hacer lo que has de hacer.

6. El énfasis en el aprendizaje en lugar de en los procedimientos

También una mayoría de los profesores de nuestro estudio aprecia­ban que su definición de lo que es una buena enseñanza no tenía nada que ver con la definición que de ella hacía la administración en sus dis­tritos escolares. El 79% concretamente resaltó la preocupación por los niños y por el aprendizaje como una de las claves de una buena ense­ñanza, pero sólo el 11% percibía que sus distritos escolares compar­tían ese punto de vista. La mayoría (75%) sentía, por el contrario, que la administración era más proclive a hacerse eco de las teorías del aprendizaje conductista descritas en el capítulo 2, estaban más preo­cupados por la aplicación de técnicas de enseñanza específicas vincu­ladas a objetivos precisos y por el diagnóstico de las deficiencias de los estudiantes.
Muchos de nuestros profesores se veían a sí mismos como extra­ños en distritos escolares, sobre todo en la medida en que percibían a sus alumnos como partícipes activos y no receptores pasivos del proceso de aprendizaje, atribuían a las preocupaciones de los estu­diantes un lugar central y no periférico en la selección de las metas y actividades, y en tanto concebían su enseñanza como una activi­dad centrada en el desarrollo y no en el afán de resaltar deficiencias

6.1. CUBRIR LOS CONTENIDOS DEL CURRICULUM

La sensación de conflicto que manifestaban los profesores aumenta­ba cuando se les pretendía obligar a seguir paquetes curriculares con cientos de objetivos conductuales que habían de trabajarse paso a paso en cada nivel escolar. A menudo, cada destreza particular o fragmento de aprendizaje tenía que ser evaluado antes de continuar con el si­guiente, y eso suponía que habían de ir registrando las calificaciones de las destrezas que figuraban en la lista y sobre las que se había estado trabajando, así como las fechas en que se habían enseñado. Las pruebas de cada profesor se añadirían posteriormente a los tests anuales del dis­trito y del estado (que incluían baterías de tests de lectura y matemáti­cas en casi todos los grados, así como pruebas periódicas de otras ma­terias y diversos tests de aptitudes para emplazar a los estudiantes en programas o grupos aparte). Una: queja común era la cantidad de tiem­po de enseñanza que se perdía para poder administrar los procedi­mientos y tests, que con toda seguridad eran más importantes para los administradores que para los profesores y estudiantes.

De este modo, la mayoría del tiempo del profesor se emplea en cosas distintas a la enseñanza: rellenar informes, un plan de estudios rígido, la evaluación previa y posterior [...] Y hay un sistema de registro masivo para poder anotar cualquier pequeño detalle de todo esto: qué es lo que se en­seña, qué es lo que se domina, qué es lo que se vuelve a enseñar y refor­zar y evaluar con posterioridad. Sencillamente nos desborda. Y luego todo esto tiene que ir al ordenador. En el despacho tenemos uno. Pero todavía no hemos sido capaces de hacer que los chavales se sienten ante el mismo.

Los profesores insistían en que tener que dedicarse a preparar a los alumnos para que superaran esas pruebas, distorsionaba los procesos de enseñanza y aprendizaje e impedía realizar una evaluación deteni­da del progreso de la clase, lo que es del todo necesario para adaptar las condiciones' de la enseñanza sucesiva:

[El sistema] está aumentando las carencias de los niños, y a mí me preocupan muchas más cosas que sus resultados [...] Cuando trabajamos con los estudiantes tenemos muchas ocasiones de damos cuenta de que, aunque hayan puntuado bajo en un test de diagnóstico, la razón de este resultado no es que carezcan de habilidad. Necesitas observar bastante bien al estudiante para comprobar por qué ha puntuado como lo ha he­cho. La relación con un alumno en concreto es mucho más que la comu­nicación que se establece con él por medio de una prueba.

Ciertamente, muchos profesores sentían que los sistemas que exigían que los estudiantes se sometieran a la evaluación constante de cientos de objetivos secuenciados no tenían en cuenta las claves de los proce­sos de aprendizaje:


Conseguir que un niño se interese por aprender y que mantenga el interés es seguramente mucho más importante que hacer listas de con­trol de metas y objetivos para cada niño y en cada una de las materias.

Se me pide constantemente que defina mis metas, mi modo de con­seguirlas y evaluarlas para ver si las he alcanzado. Parece que están más interesados en eso, y tengo la impresión de que realmente sólo les inte­resa eso. Pero no puede ser verdad; también allí arriba debe haber al­gún ser humano.

Finalmente, muchos sentían que la normativa curricular de sus distritos prestaba más atención a cómo se trabajaban los procedi­mientos específicos que a enseñar a los estudiantes a pensar. Una profesora de secundaria obligatoria se hacía eco de cómo pensaban muchos de sus colegas, cuando afirmaba que el currículum básico de matemáticas interfería, de hecho, en la habilidad de los estu­diantes para comprender las matemáticas:

Hay un énfasis excesivo en «haz esto, aquello y lo de más allá» y mucho menos en el proceso de pensamiento, que los chavales no logran aprender, aunque seguro que son capaces de ello. No sólo es que todo lo que tengo que enseñar está predeterminado, sino también los tests que he de corregir. Así que, si yo sentía que debía tomarme algo de libertad [para centrarme en la solución de problemas], no había bastan­te tiempo porque los estudiantes se estaban examinando, y los exáme­nes determinaban lo que tenían que seguir aprendiendo.

Un profesor de secundaria de otro distrito aludía a un problema similar:

El profesor de cuarto, quinto, o sexto grado, está... ocupado tratando de acabar con su programa de estudios [...] En matemáticas, el profesor trabajará este contenido durante dos semanas, a continuación otro en las dos siguientes, después otro, y otro. Por ello, los críos nunca se enteran del conjunto, así que, cuando llegan a séptimo y octavo, no tienen buena base. Es más, en ningún lugar del programa vi la palabra «solución de problemas» o «pensamiento». Es algo que no cuenta, y para lo que el pro­fesor no tiene tiempo para decir «vamos a darles un montón de proble­mas, enseñarles a pensar por su propia cuenta, en lugar de que tengan que tragarse todas estas prescripciones rígidas». Esto es lo que yo creo que no es bueno para los estudiantes, incluso para aquellos que están por encima de la media. [El Programa de Estudios] contiene tanto, que no hay ma­nera de acabar con el temario. Sería mucho más provechoso un progra­ma de contenidos que le diera al profesor algún margen de flexibilidad para poder introducir materiales enriquecedores del currículum.

Lo que nos estaba diciendo este profesor y muchos otros en nues­tros distritos escolares es que el pensamiento y la solución de proble­mas ya no formaban parte de la educación básica; se habían convertido en «material de refuerzo».
Enseñar a pensar a nuestros alumnos y cubrir todo el temario se percibían de forma generalizada como tareas incompatibles entre sí. El currículum de matemáticas del que acabamos de hablar, por ejem­plo, tenía varios problemas. En primer lugar, la secuencia de destrezas era con frecuencia ajena al aprendizaje conceptual. Los estudiantes te­nían que aprender a sumar y restar con números de dos cifras en un grado, pero no tenían que pasar a los números de tres cifras hasta mu­cho más adelante, dificultando la enseñanza de conceptos que pudieran añadir algo de reflexión. En segundo lugar, la secuencia de los tests cronometrados hacía que los estudiantes memorizaran hechos aritmé­ticos en los niveles tempranos, en lugar de razonar sobre las matemáticas. Esta estrategia socavaba la comprensión correcta de las relacio­nes entre los números, provocando algunos conocimientos básicos no bien fundamentados que impedían su aprendizaje posterior. En tercer lugar, la velocidad con que tenían que darse en clase las unidades y los hechos, y el modo en que tenían que enseñarse y evaluarse, apenas dejaban espacio para el trabajo con capacidades manipulativas o el uso habitual de la solución de problemas. De tal manera que, como sucede con frecuencia, el currículum dificultaba activamente el pensa­miento y el desarrollo de la comprensión.
Por lo general, un currículum cerrado hace imposible que los estudiantes mejoren su comprensión. Por ejemplo, nos hablaron de un currículum que se basaba en tests administrados por ordenador para cada destreza, y no se podía enseñar nada más hasta que cada una de las destrezas que formaban parte del test había sido superada satisfactoriamente. Los profesores se dieron cuenta de que este enfo­que obstaculizaba el aprendizaje tanto para los estudiantes lentos como para los rápidos. Uno decía, por ejemplo: «Tengo algunos cha­vales que todavía están con el mismo nivel con el que empezaron en septiembre. Si lo intentan tres veces sin conseguirlo, se acabó. Des­pués de la tercera vez, no es que les vayas a frustrar, sino que ya se han atascado en ese nivel y no serán capaces de salir.» Este enfoque suponía incluso un problema para los estudiantes que podían apro­bar las pruebas:

Lo que han hecho es redactar cada objetivo que quieren que los niños aprendan desde la escuela infantil hasta el octavo grado. Hay libros de ob­jetivos: libros sólo con los objetivos. Cada niño tiene que aprobar este objetivo, en este nivel, antes de poder pasar al siguiente. Yo tenía a los chavales de quinto y sexto grado de mejor nivel, así había de evaluar todo lo que se suponía que tenían que aprobar. Gasto horas enteras evaluán­dolos, y he perdido un montón de tiempo que podría haber usado mejor en enseñar matemáticas. Tal y como funciona el sistema en la actualidad, me desharía de él […] Es caro, y el estudio del distrito muestra que no aporta ninguna mejora apreciable. Bueno, pues si cuesta tanto tiempo y di­nero, y no supone mejoras significativas, ¿por qué no nos libramos de él?

Aunque el sistema en cuestión impedía la enseñanza y el aprendi­zaje, a los administradores les proporcionaba una sensación de con­trol. El objetivo en este caso era construir registros informatizados del «dominio» de cada estudiante para cada uno de los cientos de peque­ñas destrezas, registros de los que los directores escolares y los admi­nistradores de las oficinas centrales pudieran disponer para cada cla­se y cada escuela. Desde la perspectiva de la responsabilidad adminis­trativa, el sistema era el sueño de Bobbitt hecho realidad. Desde la perspectiva de los profesores, sin embargo, era una gran pérdida del tiempo de clase y del esfuerzo invertido en el aula, así como un obs­táculo importante para el aprendizaje de los estudiantes.

6.2. ENSEÑAR PARA LAS PRUEBAS DE RENDIMIENTO

En el capítulo 2 expliqué cómo, en los años 80, la evaluación estan­darizada se convirtió en una fuerza poderosa que reguló la vida de las aulas. Los profesores de nuestro estudio confirmaron que la enseñanza en función de los exámenes puede reducir aún más el poco espacio que queda para un aprendizaje más reflexivo. Estos profesores explicaban que habían perdido un tiempo muy valioso de enseñanza, a fin de sa­tisfacer los planes de evaluación. Comentarios como que «los tests ad­ministrados tan frecuentemente a lo largo del año quitan tiempo para que puedas enseñar a los estudiantes» eran moneda corriente. A medi­da que los tests se volvieron más y más importantes para la toma de decisiones en los tres distritos escolares, las demandas de incrementar el rendimiento también aumentaron, y lo mismo sucedió con el tiempo que había que destinar explícitamente a preparar para los exámenes:

En el tercer grado los niños tienen que hacer los tests de Iowa y tam­bién los de logro cognitivo. Tenemos que gastar un mes o así en prepa­rarles para realizar la prueba, sin dedicar tiempo a ningún otro conteni­do, simplemente enseñando a los niños cómo tienen que colorear los círculos y cómo poner cada cosa en su sitio... de manera que cuando ha­cen el test, los niños ya han tenido suficiente práctica con ejemplos del mismo, y saben cómo darle la vuelta a la hoja y cómo estar en su sitio, y no están tan asustados. Pero el tiempo real de test también ocupa otro mes, así que gastas un montón de tiempo en prepararles y en adminis­trarles los tests, tiempo que podrías estar empleando en la enseñanza.

En este momento mi trabajo consiste en hacer un montón de tests y eso a veces me preocupa. Al final del trimestre pasé cinco semanas examinando a los niños. Estaban cansados de hacer exámenes; yo estaba cansada de hacer exámenes; y sentía que nada de lo que hacía tenía que ver con enseñar.

En nuestra muestra, el 60 % de los profesores señalaron que el énfasis en la evaluación había afectado a su propia enseñanza, y el 95 % dijo que los tests estandarizados habían afectado a otros colegas. Los menos afectados eran los profesores de materias como música, arte, gimnasia, o formación profesional, donde los tests estandarizados apenas se habían introducido, pero incluso estos profesores eran bien conscientes de las preocupaciones de sus colegas. Además de comerse tiempo de la enseñanza y hacer que los profesores se sintieran presionados, los efectos de pasar tests de manera tan frecuente eran de tres tipos: dislocación del currículum, preparación de los estudiantes para hacer tests, y enseñar a los estudiantes en función del test.
A menudo los profesores relataban que la preparación de los exámenes hacía que desperdiciaran momentos excelentes para enseñar algo respecto a lo que los estudiantes mostraban interés y en lo que les apetecía trabajar. Asimismo, perdían la ocasión de adoptar una perspectiva más comprensiva sobre las capacidades de los estudiantes: «Cuando ciertas cosas van a estar en el test, te sientes limitado para desviarte hacia aquellas otras áreas que puedan interesar más a los estudiantes. La evaluación limita lo que puedes hacer y cómo puedes interactuar con los chavales. Limita tu tiempo. Tu atención se desplaza del estudiante hacia la pregunta de « ¿aprobará este examen? ».
Enseñar para el examen, decían los profesores, significaba bastante más que simplemente preparar a los estudiantes para comprender el tipo de trampas que llevan consigo los tests de respuesta múltiple. También significa poner énfasis en el tipo de conocimiento que recoge el test y justamente de la misma manera en la que aparece en ese test, o, en otras palabras, enseñar para las preguntas simples de respuesta múltiple, y despreocuparse de las destrezas, los contenidos y las foro mas del conocimiento que no van a ser evaluadas. Como es de suponer, los profesores entendían que esa pérdida afectaba principalmente al desarrollo de habilidades intelectualmente más ricas, que eran las que ellos más valoraban:

He cambiado mi conducta de enseñanza. Ya no utilizo exámenes de desarrollo como solía hacer antes, porque trato las cosas justas para pasar los tests estandarizados. Creo que está dañando a los niños en lugar de ayudarles, pues ahora no se les pide que escriban sus propias frases.

De una u otra manera se nos ha presionado desde arriba comenzando por los inspectores y siguiendo por los supervisores y los directores. Así que no tienes más remedio que enseñar para los tests. Has de enseñar la forma en que están organizados, de modo que los alumnos conozcan el tipo de examen que van a realizar. Enseñas tipos de problemas que sean similares a aquellos con los que se van a encontrar.

Creo que empleaba más tiempo en evaluar que en enseñar. Se ha eli­minado tiempo para hacer lo que mucha gente cree que son filigranas. Hago menos ciencia. Siempre me he preocupado bastante de la ciencia, pero tienes que superar los estándares de esos tests, que son fundamen­talmente de matemáticas y lectura.

Y si los profesores no percibían que lo que medían los tests fuera realmente «algo auténtico», ni creían que la preparación para los mis­mos mereciera el calificativo de «enseñanza auténtica», no era sor­prendente que se mostraran contrariados al pedírseles que calificaran a sus estudiantes de acuerdo con los tests:

Prácticamente interrumpimos el temario durante un período de tiem­po para enseñar destrezas específicas. A veces bromeaba con mis colegas diciéndoles que me sentía como una prostituta, porque estaba haciendo ese tipo de cosas que se suponía que estaban en los tests estandarizados pero que estaban tan determinadas que tergiversaban el contenido, el en­foque y la esencia del trabajo que habíamos estado haciendo.

Hay una gran cantidad de presión sobre los profesores para satisfacer los criterios de estos tests. El ex director bajo cuyo mando me encontra­ba estaba haciendo que los profesores usáramos el test SRA y lo reescri­biéramos y presentáramos a los chavales antes de que lo hicieran, para que pudieran realizado bien, y a mí eso me fastidiaba tremendamente.

Los profesores están hartos y cansados de evaluar. Están muy cansa­dos de la evaluación SRA y de la programación, y de las otras evaluacio­nes que tienen que hacer cada nueve semanas. Han estado saturados has­ta las cejas. Están

verdaderamente hartos de todo esto, porque tienen que enseñar para los tests, yeso es algo que ellos no quieren hacer.

A pesar de que los políticos presuponen que los profesores debían utilizar los resultados de los tests estandarizados para comprobar la eficacia de su enseñanza, sólo el 12 % de nuestra muestra encontraba útiles esos resultados. Más de dos tercios, el 69 %, decían que evalua­ban su eficacia a partir de lo que habían observado que los alumnos estaban aprendiendo y de la información que ellos mismos les iban su­ministrando de forma directa. Otro 26% utilizaba sus propias medi­das de rendimiento en clase. Una mayoría notable, el 78%, conside­raba que los tests estandarizados no lograban medir aspectos impor­tantes de la enseñanza y del aprendizaje, incluyendo el rendimiento en áreas académicas tales como la escritura, la solución de problemas, o el crecimiento en áreas importantes de desarrollo social y emocional, como la habilidad de trabajar con otros.
Además, entendían que la ejecución en los tests depende menos de lo que los estudiantes realmente saben, y más de la «sabiduría so­bre los tests» que de hecho poseen: si el estudiante llega a captar la organización del test y la forma de pensar de quien lo ha elaborado; si puede expresar su conocimiento justo como se le pide; si su expe­riencia casa bien con los supuestos culturales subyacentes al test; si ha tenido un buen día, si ha comido bien, si ha dormido bien la no­che anterior; si tiene miedo a los tests, etc. Por todas estas razones y por muchas otras, los profesores continuaban refiriéndose a sus metas y las de sus estudiantes en términos de conectar personal­mente con ellos, ayudarles a aprender a usar sus mentes de distintas maneras, y potenciar su capacidad para llegar a ser personas acep­tables y poder tener éxito más tarde en la vida, incluso aunque éstos no fueran los aspectos de la enseñanza que más tarde se evaluarían.
Algunos profesores no estaban tan sometidos a las presiones de cu­rrículos así diseñados ni a este tipo de planes de evaluación, pero in­cluso en este caso, un 57 % afirmaba experimentar tensiones cuando intentaba reconciliar sus metas educativas con las de sus distritos es­colares. Estas tensiones normalmente derivaban en conflictos con los administradores, sentimientos de estar sobrecargados por demandas excesivas, o una vivencia constante de culpa por el hecho de no ser ca­paces de servir a dos señores a la vez. La mayoría de los profesores tra­taban de adaptar los objetivos del distrito, al menos superficialmente, pero mantenían lo que sentían que era importante para los estudian­tes, incluso aunque eso pareciera un acto de rebeldía.

Me produce una cierta tensión cuando ignoro lo que me dicen y se su­pone que yo debería hacer, pero... también tengo el sentimiento de que lo que pienso es correcto.

No les estoy desafiando. Observo la relación entre mis metas y las co­sas que quieren que haga. Y no digo «esto es una tontería». Así hago las cosas. [Sin embargo], a veces siento que no se reconoce suficientemente mi manera de enseñar.



En ocasiones me encuentro preso de un juego, porque cuando me ob­servan hago aquello que está esperando que haga. Cuando no, sigo utilizando técnicas que creo que son las mejores para mis estudiantes.

Alguna otra investigación identificó efectos similares imputables a las políticas rígidas en materia curricular. Zancanella (1992) descubrió que los profesores de secundaria de Missouri experimentaban conflic­tos muy molestos entre sus métodos de enseñanza y los requeridos por un currículum oficial bastante cerrado y dependiente también de un test estatal. Flinders (1989) y Hawthome (1992), por su parte, encon­traron que los profesores de inglés de secundaria post-obligatoria se sentían presionados por el contenido prescrito por el distrito y por el estado, ya que impedía trabajar la comprensión en profundidad, por lo que habían intentado negociar un tiempo adicional de trabajo con sus estudiantes y que éstos participaran todo lo que fuera posible en la toma de decisiones sobre el currículum.
Estos ejemplos son una buena muestra de esa responsabilidad dual de los profesores (Lipsky, 1980) que fue descrita en el capítulo 2: los pro­fesores son conscientes de que han de satisfacer las demandas del siste­ma escolar y poner en práctica los procedimientos prescritos, y al mis­mo tiempo se sienten responsables de los estudiantes en ayudarles bien a aprender. Tienen claro que ambas responsabilidades son distintas. Mu­chos de los que participaron en nuestro estudio se inclinaron hacia un punto de perspectiva profesional de la responsabilidad: su responsabili­dad fundamental debía tener como norte a los estudiantes y sus familias (76%), aunque, al mismo tiempo, también entendían que habían de res­ponsabilizarse ante el director y el centro escolar (62 %). Una profesora dijo, por ejemplo: «Bueno, yo diría que los profesores son responsables ante los padres y ante los niños en primer lugar; ante la comunidad. Ade­más, por otra parte, también lo son ante el centro en el que trabajan y ante el sistema. Se trata de responsabilidades diferentes, y realmente creo que es la comunidad la que debiera decir si la escuela o el profesor es­tán haciendo verdaderamente lo que procede.»

7. Las respuestas a la burocratización

Como ya dije en el capítulo 2, la imposición de límites adicionales sobre lo que se enseña y cómo se enseña fue la razón más citada por los profesores para pensarse si abandonaban o no la profesión. El in­cremento de la burocratización en la enseñanza, tal como decían, li­mita drásticamente su eficacia y también la satisfacción intrínseca:

Si comienzan a controlarme más que lo que están haciendo, o a exi­gir más evaluación, más requisitos... si la enseñanza se volviera más es­tandarizada o rutinaria, si me dijeran que no puedo hacer las cosas que hago procurando sostener una relación humana con los estudiantes en el aula, no tardaría ni un minuto en abandonar.

Si no puedo ser un innovador y permanecer dentro del marco esta­blecido, haciendo uso de mi propia discreción e iniciativa, me plantearía abandonar el sistema.


Si intentan meterse y forzarme a enseñar algo que puede que no se aplique a mi situación individual, entonces tendría que irme a cualquier otro sitio.

Creo que si dictaran cómo tengo que enseñar a cada niño, podría de­cides adiós.

Creo que bastaría apenas un poco más de control... en este sistema escolar para que lo abandonara.

El hecho de que estas respuestas fueran tan espontáneas sugiere que quienes las emitían estaban sosteniendo verdaderas luchas interiores provocadas por políticas estandarizadas y reguladoras. Muchos de ellos declaraban que conocían a algunos docentes que ya habían decidido abandonar la profesión por estas razones. Sus comentarios recuerdan las críticas de Mary Dodge y Ella Flagg Young a principios del siglo XX:

Lo que está sucediendo es que un montón de buenos profesores se han frustrado y han abandonado la profesión [...] La moral está baja. El nivel de motivación de los profesores está bajo.

Los profesores están desanimados porque tenemos un sistema escolar que nos dicta todo [...] Has de ceñirte tanto a lo que te marcan que ape­nas puedes tener ideas innovadoras en el aula.

Prácticamente todos los profesores nos dijeron que para ellos era importante disponer de suficiente autonomía profesional y flexibilidad para enseñar. Muchos asociaron la «dosis correcta de autonomía» con un control suficiente sobre las estrategias de enseñanza para atender las necesidades e intereses de los estudiantes. Cuando les preguntamos qué políticas consideraban útiles, generalmente no hablaban de la po­lítica, sino de condiciones o incluso personas que ayudaran, con fre­cuencia un director que les protegía y mantenía a salvo de las deman­das poco razonables de los despachos de la administración:

Creo que nuestra directora nos permite tanta libertad como puede dar­nos. Miro la guía curricular pero no planifico mi programa siguiéndola tal cual. y ella no me obliga a hacerlo [...] No hay mucha presión, a diferen­cia de lo que sucede en otras escuelas donde tienen que hacer las cosas de cierta manera. Ella nos da a los profesores mucha libertad sobre cómo enseñamos y sobre lo que creemos que es importante, y ésa es segura­mente la razón por la que me siento cómoda enseñando en esta escuela.

Tengo una directora en general fantástica, que realmente reduce el pa­peleo que tenemos que hacer los profesores.

La primera política útil que se me ocurre es que este año pasado tu­vimos un nuevo director cuya política era respetamos como profesiona­les, damos apoyo, respetar quién eres, y dejarte hacer aquello que sabe que eres capaz de hacer. Este tipo de dirección... es la que más ayuda.

Es interesante resaltar el hecho de que los profesores generalmente no piensen en ninguna política concreta que pudiera ayudarles a hacer sus trabajos. Lo que creen que necesitan son apoyos que les protejan de las

demandas administrativas, que por lo general les ayudan más bien poco. Así pues, las directrices detalladas de la práctica, no sólo limitan las decisiones que ha de tomar un docente, sino que también socavan
La base de conocimiento profesional y evidencian su incapacidad de re­clutar y mantener a gente bien preparada. Como advierte Sykes (1983):

Cuando la administración se empeña en prescribir la enseñanza, no sólo se ponen trabas a la capacidad de respuesta de los profesores hacia los estudiantes, sino que a largo plazo les disuade de cualquier iniciativa que les ayude a ser propositivos, a desarrollar la sensibilidad hacia las diferencias individuales y aumentar el repertorio de sus enfoques pedagó­gicos. En definitiva, tales sistemas se convierten en profecías autocumpli­das: la instrucción rutinaria y la pérdida de autonomía hacen que la ense­ñanza sea incapaz de lograr que la gente salga de la escuela y los institutos con una mentalidad independiente y brillante, y tampoco logra estimular la búsqueda de la excelencia entre aquellos que entren en otros niveles su­periores de la educación. A largo plazo, pues, la instrucción rutinaria tien­de a desprofesionalizar la enseñanza y a desanimar todavía más que la gente valiosa desee entrar en la profesión (p. 120).

También encontramos que los profesores más implicados en su ta­rea son los que viven con mayor conflictividad la normativa que les pide que sigan las reglas y el sistema en lugar de centrarse en sus es­tudiantes. Una profesora decía:
Siento pena por cualquier profesora que esté interesada por la ense­ñanza; y la cosa va a peor. Para aquellos a quienes les gusta llevar el con­trol de todo, y hay muchos de ellos -profesores patéticos pero grandes registradores-, puede ser una manera de promocionar... de hacer carre­ra. Pero eso no ayudará a los buenos profesores; sólo será útil para la gen­te que enseña siguiendo el libro de texto, que es algo seguro y no requie­re demasiada imaginación.

En definitiva, las políticas adoptadas en los distritos estudiados habían tenido efectos importantes sobre las prácticas de aula, pero no siempre fueron los pretendidos. Algunos profesores, o las ignora­ron o las adaptaron a sus propias maneras de trabajar. Otros, sin em­bargo, experimentaron claramente sus consecuencias negativas: en su opinión, redujeron el tiempo de interacción personal entre profe­sores y estudiantes, e hicieron más difícil centrarse en las preocupa­ciones, intereses e ideas de éstos. Las políticas, por consiguiente, afectaron la calidad y el tiempo de la enseñanza. La instrucción se tomó una actividad de ritmo más rápido, más centrada en los con­tenidos de miras estrechas y acordes con las exigencias limitadas de los tests, y se hizo más difícil que los profesores llevaran a cabo una «enseñanza auténtica», esto es, proyectos, discusiones y actividades que estimularan las ideas y los intereses de los estudiantes de ma­nera más profunda, y desarrollaran destrezas susceptibles de ser aplicadas a entornos y problemas reales

8. La política como problema

Las preocupaciones de los profesores de nuestra investigación son precisamente las que se quiere atender en algunos de los actua­les intentos de reforma escolar, aunque todavía las políticas escola­res, de manera poco inteligente, siguen insistiendo en un afán reglamentista de la educación que a la postre cercena, otra vez, las mejores metas declaradas. Pocos políticos se han atrevido a echar mano de la imaginación suficiente para contrarrestar los esquemas pres­criptivos y burocráticos que se han ido acumulando a lo largo de los últimos cien años. Como consecuencia de todo ello, los profesores y estudiantes se encuentran atrapados por un círculo vicioso: al mis­mo tiempo que de ellos se espera que respondan adecuadamente a las nuevas aspiraciones de la educación, se encuentran con una maraña de reglas, regulaciones, estructuras y normativas que, directa o indi­rectamente, dificultan, y en algunos casos impiden, el logro de tales metas.
Aunque entre los reformadores existe el reconocimiento de que la educación pública ha venido sufriendo un exceso de regulaciones, y que la profesión docente cada vez resulta menos atractiva para los es­tudiantes universitarios más inteligentes, muchas reformas corrientes continúan introduciendo limitaciones que cada vez obstaculizan más el trabajo docente, a pesar de que simultáneamente reclaman una ma­yor participación del profesorado en las decisiones sobre el currícu­lum. La administración educativa establece y concede, con una mano, un tipo de legislación escolar que ensalza un enfoque de cambios de abajo arriba; pero al mismo tiempo, y con la otra, recurre a sistemas de control más estrictos sobre el currículum, los libros de texto, la eva­luación y los métodos de enseñanza.
Estas tendencias opuestas reflejan muy bien las dos teorías actual­mente dominantes en las reformas escolares en todo el país. Una de ellas gira en tomo a un fenómeno que consiste en agudizar aún más los controles: más programas, más evaluaciones, más currículos cerra­dos, más regulaciones, y una mayor exigencia de premios y castigos a lo largo y ancho del sistema. La otra pretende promover la capacidad local mediante una mejor formación del profesorado y el desarrollo de las escuelas como organizaciones que colaboren e investiguen. Sin las estructuras profesionales pertinentes, las decisiones tomadas en los centros pueden quedar en manos de mucha gente que no esté prepa­rada para ejercitar esa responsabilidad de manera inteligente, y la re­forma escolar seguramente va a fracasar por la incapacidad de quie­nes debieran llevada a cabo. Las bases sobre las que se asienta la toma de decisiones profesional -es decir, el conocimiento compartido y el compromiso de utilizado en beneficio de los estudiantes- están hoy bastante debilitadas en las escuelas públicas. Durante muchos años se ha dado la vuelta a la definición de la profesionalidad. En lugar de uti­lizar el término para connotar un nivel de conocimiento de la prácti­ca, orientado a satisfacer las necesidades de los sujetos desde una po­sición intelectualmente honesta, la mayoría de los sistemas escolares lo utilizan para reclamar obediencia in cuestionada a las directrices del sistema. Los criterios de evaluación al uso ponen el énfasis en que el profesor profesional sea algo así como un soldado disciplinado y con­forme con las políticas del distrito; mucho menos, en que esté dispues­to a hacer una defensa y uso sensato de las prácticas apropiadas.
Además, las políticas del estado, los distritos y las escuelas se ca­racterizan con frecuencia por no hacerse eco del conocimiento valio­so y

disponible acerca de la enseñanza y el aprendizaje. Generalmen­te, las personas que trabajan en la administración educativa y los miembros de los comités escolares tienden a diseñar e implantar po­líticas que demuestran poco o ningún conocimiento de la investigación existente sobre los efectos de las estrategias que regulan la enseñan­za, el aprendizaje, el éxito de los estudiantes, o el funcionamiento de las escuelas. Muchas de sus políticas son directa o indirectamente perjudiciales para el aprendizaje de los estudiantes. Esto sucede por­que hay pocos mecanismos adecuados para garantizar que quienes trabajan en educación -incluyendo directores escolares, inspectores y otros funcionarios de la administración- conozcan la investiga­ción sobre la enseñanza y el aprendizaje, y sepan cómo utilizarla de manera inteligente para fundamentar sus decisiones u orientar las de quienes legislan y tienen el poder de tomar decisiones políticas de­cisivas. La falta de conocimiento profesional en la burocracia y admi­nistración de la educación, y la propensión tan habitual de legisladores y administradores a actuar sin bases adecuadas de conocimiento, así como la falta de atención a los posibles efectos de sus actuaciones, complica seriamente las vidas de los estudiantes, las familias, los pro­fesores y el resto de educadores que están intentando contribuir al aprendizaje.
Si los políticos y educadores quieren ahora cambiar el rumbo del gran trasatlántico que es el sistema de educación pública nacional, deben optar entre burocratizar aún más la enseñanza, o, por el con­trario, profesionalizarla. Estos dos objetivos, que son bien diferen­tes, conllevan repercusiones cruciales respecto a qué tipo de perso­nas se sentirán atraídas por la profesión docente, así como sobre la enseñanza que pueda ser posible. En una evaluación reciente sobre las exigencias que comporta una enseñanza para la comprensión, David Cohen y Carol Barnes reclaman una nueva pedagogía para la política (1993). Lo que quieren decir es que los políticos deben pro­porcionar más oportunidades a los profesores para que aprendan cómo llevar a cabo las reformas que persiguen metas de aprendiza­je más complejas y también más interesantes. Yo añadiría, además que los políticos y educadores necesitan desarrollar también una nueva política para la educación. Su foco de atención habrá de consistir en apoyar decididamente aquellas condiciones que hagan posible que la enseñanza para la comprensión pueda ocurrir, no como una actividad subversiva y extraordinaria sino como una caracterís­tica normal de la experiencia escolar de todos los estudiantes.

[1] Como en el capítulo 2, a menos que se especifique lo contrario, todas las citas de los profesores son del estudio citado previamente.

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